lunes, 31 de mayo de 2010

Punto de quiebre

Quien ha leído al gran Julio Ramón Ribeyro, sabe que sus personajes son seres anónimos, marginales, siempre carentes de algo, siempre en pos de algo que saben que no alcanzarán.  Y el propio autor dijo alguna vez que sus personajes en realidad son una parte de él mismo.  Ribeyro, como se sabe, era retraído y tímido, al punto de negar valor a su propia obra, de no promocionarla, aun sabiéndola muy buena, de esconderse.  Ello le ha valido ser casi un desconocido en medio del boom de la literatura.

¿Y por qué hablo de Ribeyro?  Pues porque ahora me identifico con sus personajes, porque como nunca antes, me veo frente a algo importante, a algo que puede marcar el antes y después de mi carrera de abogado.  Estoy en posición de demostrar si soy bueno o no, si soy un abogado entero o nomás paso piola.

La diferencia, claro, es que yo no me chupo.  La oportunidad no se me va a pasar.  No como otras veces, en las que, estando ad portas de algo importante no he hecho nada, me he quedado quietecito, teniendo la certeza de que la oportunidad se me estaba escapando, teniéndola no he dado el paso final.  Y se me fueron muchos trenes.  Esta vez no.  Ahora es diferente.  Ahora no es sólo por mí.  Ahora no me quedaré quieto.  Lo prometo.

lunes, 24 de mayo de 2010

Tierra de muertos

¿Eso es lo que significa Ayacucho o Huamanga?  Pues no sé, y no tengo cómo averiguarlo por ahora.  Tal vez mañana me dé una vuelta por la ciudad y visite algunas sus 33 iglesias, sin rezar en ninguna de ellas.... por ahora, me congelo en un pueblo llamado San Miguel, a unas tres horas de Ayacucho por una carretera malísima. Creo que todos los pueblos de la sierra tienen lo mismo: plaza de armas huachafa (en este caso: mayólicas de colores, pileta como platillo volador con la cabeza de Andrés Avelino Cáceres al medio, bancas de cemento que le congelan a uno las nalgas y arbolitos podados en forma de casco, debajo del cual está una banca), iglesia y municipio destartalados, y gente que mira como si uno viniera de Marte.

Este pueblo pintoresco tiene las calles sumamente empinadas, de modo que cada casa colinda con el techo de su vecino, y las cuadras parecen escaleras orientadas hacia el río.  Yo me arrepentí de bajar por una de esas calles para ver el río, porque la vuelta, la subida, fue un suplicio: me quedé sin aire por la altura.  Sin embargo, la gente es simpática y amable.

Lo bueno es que pude ver, desde lo alto de un cerro, la Pampa de la Quinua, donde se libró la batalla de Ayacucho en 1824.  Eso era todo lo que quería conocer de Ayacucho, y ya estaba resignado a que no sería esta vez, sin imaginar que estaría en el camino a San Miguel.  Pero la vi y eso me deja contento.  Claro que me gustaría estar allí mismo, pero no se puede tener todo lo que se quiere.  Me consuela un poco saber que me ahorro el triste espectáculo de ver el lugar lleno de vendedores y mercachifles que afean y ensucian todo.  El toque peruano a los sitios históricos, pues.  Además, ver la pampa desde tan lejos permite imaginar mejor las evoluciones de los ejércitos que se batieron allí y que tantas veces he leído.

Y a todo esto, ¿que qué hago aquí?  Pues otro día lo sabrán, ya bastante tengo con el asunto que me trae como para andar contándolo.  Mañana vuelvo a Ayacucho, y de ahí de nuevo a Lima.

viernes, 7 de mayo de 2010

A mi madre

Es algo complicado dedicar algo a una madre: las cursilerías me provocan infinita vergüenza y soy incapaz de decir esas frases tipo "feliz día mamá", o regalar esas tarjetas que aparentan elegancia o riqueza, pero acaban siendo ridículas. Pero ahí vamos.

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Debieron ser duros los primeros años de vida con mi padre. Arribaron a Pucallpa debido a la convalecencia de mi abuelo. Él, abogado recién titulado, desconocido en una ciudad extraña, con mujer, dos hijos, y padre desahuciado, seguro que debía multiplicar las horas en la oficina. Y mi madre también multiplicaría lo poco que había disponible. Ellos no hablan mucho de esa época. Tan dura debió ser, yo entiendo.

Pero una vez, de esa época, mi madre sí nos contó que diariamente iba a la casa de mi abuela a pasar el día: "A las seis, cuando ya tardaba, cargaba a Pepe que era chiquito todavía y regresaba a la casa de (jirón) Carlos López caminando. Julio caminaba a mi lado, tenía dos añitos. Ay, a veces le ganaba el sueño y yo sentía que se arrimaba a mi pierna mientras andaba, pero yo no podía cargarlos a los dos; para que no le venza el sueño le hablaba, le cantaba, le hacía contar las puertas que faltaban para llegar a la casa".

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Mi madre siempre fue aficionada a los crucigramas; aun hoy compra el periódico a diario para pasar el tiempo con las palabras cruzadas. En mis primeros recuerdos está la imagen de mi madre rellenando el crucigrama de Ojo, con los dos tomos del Grijalbo al costado, y yo ayudándola. "Río de Alemania Occidental, tres letras, acaba en N", decía mi madre, y yo recurría al mapa del Grijalbo, buscando entre las letras diminutas un nombre que cumpliera las condiciones, mientras ella seguía con otras casillas. "¡Inn, mami, Inn!". Y pasaba frecuentemente que un artículo interesante del diccionario llevaba a mi mamá a buscar otro relacionado, y de ahí a otro, "perdiéndose" en el Grijalbo y leyéndolo toda la tarde.

Mirando y ayudando primero, opinando luego y por último corriendo donde mi padre a la hora que llegaba con los periódicos para ganarle el crucigrama a mamá, yo también acabé por aficionarme a ese pasatiempo. Y cogiendo el Grijalbo desde que aprendí a leer, también aprendí a "perderme" en él, concatenando artículos, adquiriendo como jugando el hábito de la lectura, el amor por los libros, olvidándome a veces de lo que originalmente estaba buscando hasta que mi mamá me decía "¿ya?".

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Cuando la tía Yoli estaba convaleciente hace un año y requirió donantes de sangre, Daveiva recurrió a mí, y yo accedí, venciendo mi temor a la aguja. En el Hospital me pincharon y sangraron; como agradecimiento, Daveiva me invitó a desayunar. Pedí una hamburguesa y un vaso de jugo. Quien sabe por qué se me bajó la presión en el restaurante, sudé frío y cuando intenté ponerme de pie perdí el sentido. Los gritos de mi prima consiguieron que algunos transeúntes la ayudaran a sentarme en una silla hasta que recuperara la consciencia. Cuando ello ocurrió ya llegaba mi madre en un taxi, con un kilo de carne en las manos: la llamada la cogió en el mercado.

Yo insistía en que ya estaba bien, aunque no lo estaba, pero me sentía abochornado por la incómoda situación de la que era protagonista. Mi madre me abrazó para llevarme a un taxi, como si pudiera sostenerme todavía, y en la ruta a casa no dejó de acariciarme. Me ayudó a subir las escaleras y me recostó en la cama, me preparó sopa y me dejó dormir. Y pensando, pensando, caigo en que la última vez que me acarició fue esa justamente, con caricias que me reconfortaron y la reconfortaron también a ella, porque no era nada serio, pero vaya susto que pegó (¿en qué términos Daveiva le habrá dicho que me desmayé, sabiendo lo histérica que es?).

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Hoy, que paso enfrente de tantas puertas antes de llegar a casa, que ya no hago crucigramas ni he vuelto a alarmar a nadie por mi salud, no pienso en todas las cosas, grandes y pequeñas, que mi madre ha hecho por mí. Y aun así, cuando debería tener una lista enorme de agradecimientos, sigue siendo difícil escribir algo para ella. ¿Qué le puedo decir que no haya sido dicho ya? ¿qué puedo hacer? No sé. A lo mejor llegue un día en que ella necesite de mis cuidados y sea, de ese modo, un poco mi hija. Y entonces, mamá, me tocará guiarte, quizá enseñarte nuevamente el crucigrama, reconfortarte.

Mientras tanto, mejor no te digo nada, mejor no te escribo nada. Mejor sólo te beso las mejillas, mejor sólo te abrazo en silencio. Mejor te cargo como siempre, ¿ya mami?

miércoles, 5 de mayo de 2010

Yo no voy a dar nada

El 3 de mayo dos mujeres, Magaly Díaz y Katicsa Kovacs, amigas ellas, estaban en una fiesta.  No se sabe bien el motivo, pero el caso es que las dos cayeron desde un cuarto piso -imagino yo que ebrias-, con el resultado previsible: una murió y la otra, la Kovacs, quedó en estado de coma.

Lo particular de la tragedia es que la superviviente es hermana de un actor de televisión.  Ello ha motivado que diarios y noticieros televisados den amplia cobertura al asunto.

Así, en mi habitual recorrido a los noticieros de la noche, he visto entrevistas a familiares y amigos de la Kovacs, vi transmisiones en vivo desde la clínica, también vi vídeos de su boda, de cuando era chica y demás boberías.  Y vi números de cuenta bancaria para hacer donaciones.

¿Cuentas bancarias? Ocurre que a mí me da risa esto de las colectas pro salud de gente que en condiciones normales muestra un estilo de vida holgado, despreocupado y desinteresado del resto.  Sin ir muy lejos, también hubo colecta pública por el hermano de una actriz que finalmente murió hace cosa de un mes, y me parece que hay otra todavía en curso para la hermana de un periodista que sufre un mal incurable.

Total que cada vez que alguien con cierto reconocimiento merced, digamos, a un programa de TV, tiene a un familiar enfermo puede alegremente renunciar a la intimidad de un momento de desgracia y pedir dinero regalado, para no afectar la economía de la familia.  Pero con estilo, sin hacer polladas o rifas, ni vender Natura, como hace la gente anónima en una emergencia.  Tiene que ser colecta fashion, con cuenta en el banco, para que Lazslo Kovacs, el hermano, pueda visitar a su hermana conduciendo la carísima camioneta que posee, lo mismo que su padre, en la costosísima clínica particular donde está internada.  ¿Así piden colecta?  Vendan las camionetas, pues, si tanto necesitan.

Yo creo que la caridad pública debe solicitarse cuando no hay a dónde más recurrir, cuando se está en la orfandad material, cuando todas las puertas se han cerrado, o casi.  Pero pedir dinero regalado sin renunciar, aunque sea públicamente, a los pequeños lujos que gustan ostentar me parece por lo menos cínico.

No me alegra la tragedia de la muchacha. Ojalá no muera, por lo menos. Pero tampoco me parece correcto que la familia haga colecta pública para los gastos médicos si tienen recursos económicos para afrontarlos.  Propiedades que se pueden hipotecar, vehículos costosos que se pueden vender, ahorros que se pueden tomar, todo eso tienen.  Pero más fácil es aprovechar la popularidad del hermano actor y el afán de vender una tragedia de la televisión para movilizar la pena popular.

Por todo lo dicho, yo no voy a dar ni un sol.  Más me vale guardarlo para cuando me toque afrontar mis propias emergencias, dado que no soy actor conocido, no sé preparar polladas y no me gusta vender rifas.

Y eso que faltan los informes especiales del domingo.  Felizmente tengo cable.

martes, 4 de mayo de 2010

El gimnasio de Castañeda

Ya sabemos la predilección del alcalde Castañeda de poner el nombre de su partido Solidaridad a todas las obras y programas municipales que pueda.

Así, los hospitales municipales, se llaman Hospitales de la Solidaridad; las escaleras para los pobladores de los cerros se llaman Escaleras de la Solidaridad, las piscinas públicas son "Solidarias", igual que los programas municipales de cualquier tipo.

Ayer, circulaba por la avenida Argentina y vi en el paseo que hay en la tercera cuadra, una carpa con el letrero "SolGym" pintado a sus cuatro lados: trátase de la nueva cadena de gimnasios municipales, los gimnasios de la solidaridad, como dice más abajo.

¿Alguien puede protestar por este uso descarado que hace el alcalde de los recursos públicos para promocionarse a sí mismo? ¿Sobra el dinero en el Municipio para estar instalando gimnasios?  Las máquinas con que está equipado el que vi deben haber costado un dineral.  Todo esto pude ver mientras mi taxi estaba atrapado en el tráfico porque el semáforo -a cargo de la Municipalidad de Lima- estaba averiado.

Lectura: El sueño de Inocencio

Yo no suelo comprar libros por impulso; menos los libros que rematan los supermercados, y las veces que lo he hecho me he dado un chasco. No obstante ello, mientras hacía las compras en el supermercado, me topé con un libro de Gerardo Laveaga, titulado "El sueño de Inocencio".

Yo sabía que Inocencio III es considerado el papa más grande de la historia. En verdad, gracias a él la iglesia católica es lo que es; él la convirtió en LA IGLESIA, la única y verdadera, apartándola definitivamente de todo el resto de sectas que conformaban el cristianismo en sus inicios, y de la que la ella era una más, y ni siquiera la más importante. Para lograr tal hazaña no bastaba con predicar, había que eliminar al resto de iglesias, es decir, a la competencia. Y cuando se trataba de eliminar, Inocencio III no anduvo con pies de plomo: no sólo asesinaba a los herejes (es decir, a los herejes según él), sino a cuanto se le ponía en el camino, sea un hombre o una ciudad entera, y lo hacía de las maneras más crueles imaginables, para que cunda el ejemplo.

Y esa es a primera razón que tuve para comprar el libro: la biografía de Inocencio III debe ser apasionante. La segunda razón era que necesitaba una lectura ligera para descansar de la magnífica Historia de la República del Perú, de Jorge Basadre, y retomarla con nuevos bríos. Y la tercera, pues el precio: apenas 9 soles.

Trátase de una novela histórica -y ahí el primer chasco: yo creí que era biografía- que narra el ascenso de Lotario de Segni hasta el papado, con el nombra de Inocencio III, su papado y muerte.

El segundo chasco que me llevé fue descubrir el personaje de Inocencio: se esfuerza el autor en construir un joven Lotario frío y calculador y, ya convertido en papa, apasionado por lograr su gran objetivo -el reinado absoluto de la iglesia católica- y al mismo tiempo abrumado por la responsabilidad que carga, pero resulta en un personaje vacío, soso, sin fondo. Me parece que la novela también fracasa en retratar la época en que Lotario / Inocencio III vivió (años 1161-1216), y a ello contribuye, opino, el lenguaje que Laveaga pone en boca de sus personajes, más propio de estos tiempos que de la Europa medieval.

En una novela histórica existe la enorme dificultad de que el lector ya conoce el final. Por eso la virtud de una trama de esta naturaleza está en el contenido del libro más que en el desenlace. Y en "El sueño de Inocencio" se nota casi desde el primer capítulo que el autor no tiene recursos bastantes para atrapar al lector, para llevarlo por intrincados caminos de la ambición de poder, para hacer nacer un sentimiento en el lector hacia el personaje, fascinante por lo demás. Así, el libro es una obra trunca, mal hecha, malograda.

Bueno, eso me pasa por comprar un libro por razones ajenas al legítimo interés, a la curiosidad, al ánimo de aprender, impulso -ya sé-, y lo leí nada más para poder decir con fundamento que no me gustó en lo absoluto. Quien quiera el libro, nada más avíseme, que yo le regalo el mío. Eso sí, corren con los gastos de envío porque yo no pienso gastar ni un sol más en él.


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