jueves, 19 de mayo de 2011

Paiján

Simpática mini-ciudad, con disposición de pueblo, al que se llega desde Trujillo en auto, el pasaje cuesta 6 soles. Todo está dispuesto alrededor de la plaza: municipio, iglesia principal y las tiendas más grandes. La plaza tiene árboles frondosos, no está establecida aquí la perniciosa costumbre de mutilarlos podarlos como en Lima, y sus jardines están cercados con ladrillos rojos y rejas de fierro. Mucha gente pasa el tiempo sentada en las bancas bajo los árboles de la plaza, a salvo del sol. A Julito le gustaría esta plaza. La pileta del centro no funciona, pero está rodeada de jardines, de modo que casi no se nota.

La gente habla de un modo bien simpático, alargando un poco la sílaba del acento de cada palabra, y todos son muy amigables, dados a la charla y al chisme y siempre prestos a ayudar al visitante, fácilmente identificable, además, porque acá todos se conocen entre sí. Una cosa más, todos saludan, en el restaurante, en casas y en la calle, todos saludan al que pasa; ya saludé a medio Paiján.

El sol es inclemente aquí. Las casitas y negocios tienen los más un piso; dos pisos tienen el municipio, una cooperativa y los hospedajes. No hay voladizos que den sombras ni árboles en las delgadas calles, delgadas de veras porque dos autos tienen dificultades al cruzarse en ellas, de modo que todas son de un solo sentido, y por ellas circulan motos, mototaxis, bicicletas, y gentes a caballo o a lomo de burro; también los peatones van por la pista porque las aceras son estrechísimas: dos personas no pueden caminar juntas por las veredas con comodidad.

Almorcé un filete de toyo, demasiado salado para mi gusto. Atiende este restaurante una señora tan anciana como lora; dos policías que beben una cerveza -¿no está prohibido eso?- piden fiada una más. Y la señora les contesta: ¿Acaso el cervecero es mi amante para que me dé gratis?. A continuación les echa diciendo: ya salgan, me voy a fornicar.

Todos conducen lentamente en Paiján. De veras, muy lento, como si las motos fueran bicicletas; y todos ceden el paso a aquel que va a pie. Los únicos bestias son unos tipos que se mueven en una camioneta, esos animales aceleran sin piedad y tienen a todos en zozobra porque meten el carro nomás, total, peatón o moto que no se detiene a su paso sale volando. La gente les ve y les odia: esos vienen de Lima.

Hacia las tres de la tarde el sol por fin se compadece de Paiján y empieza a caer. Me gusta tanto este lugar que me arrepiento de no cargar una cámara de fotos; intenté alquilar una para hacer alguna tomas y llevarme los archivos en mi memoria USB, pero no se pudo: todas las cámaras que encontré usan rollos de películas. Como dije hace un rato, el tiempo aquí transcurre con pausa. Y es mejor así, de veras se siente bien, y entre gentes tan simpáticas más todavía, incluso con el sol que pesa como el plomo –lo que me recuerda al sol de Pucallpa- y que me ha obligado a tomar en todo el día 9 botellas de agua y tres cafés. Bueno, cuatro cafés porque luego de escribir esto –y antes de volver a Trujillo- voy a beber otro.

Ciro: la telenovela ya cansa

La verdad, ya me cansó esta telenovela de Ciro y su novia ¿Quién les mandó cometer la soberana estupidez de meterse solos a esa inmensidad inhóspita del Colca, en primer lugar? Hasta el día de hoy el Estado sigue gastando miles de soles en buscar el cuerpo que falta. Y miren que digo cuerpo, porque ese tipo ciertamente está muerto.

Y como quiera que ya iba siendo hora de que los reflectores dejen de iluminar el Colca y apunten a la noviecita, yo aplaudo que la Fiscalía haya tomado cartas en el asunto, pues sabido es que en los casos de desaparecidos misteriosamente, quien ve al no habido por ultima vez es el primer sospechoso y –por lo general- también el homicida.

A ello abona la conducta de la tal noviecita: no se le ve la angustia de quien ha perdido un ser querido y espera encontrarlo. No. Más bien tiene una sonrisa estúpida en la cara, como si todo fuera divertido, y montó  todo ese show de “buscar” al desaparecido y dar pistas que no llevan a ningún lugar. Yo, la verdad, no creo nada de lo que dice, menos aún si su versión de la aventura ya ha cambiado tres veces.

Ojalá que también la prensa cambie el tono del asunto –porque ya cansa la telenovela- y se dedique a investigar en serio cómo es que un hombre sencillamente desaparece de la faz de la tierra y la mujer que le acompañaba no sabe nada.

martes, 10 de mayo de 2011

¡McCartney!

I can’t tell you what I feel
my heart is like a wheel
let me roll it, let me roll it
let me roll it to you


Desde el jueves de la semana pasada había gente acampando en los alrededores del estadio para ganar un buen lugar. Yo, naturalmente, no estaba dispuesto a acampar, pero tampoco era cosa de llegar con el tiempo justo el día del concierto. Me escapé del trabajo a las nueve de la mañana, me reuní con mi hermana, mi primo y su novia (que traían los panes con chorizo que constituían nuestro almuerzo) y fuimos al estadio. Tuvimos la inmensa fortuna de llegar por el lado norte; sorpresa, sorpresa, no había tráfico ni gente. Por ese lado recién habían establecido un punto de entrada y llegamos a una cola de 70 u 80 personas: estábamos adelante, cerquísima de nuestra ubicación. Los que acamparon, las colas gigantescas, el tráfico endemoniado, todo eso estaba del lado sur. Era casi el mediodía cuando tomamos nuestro lugar bajo el sol abrasador de Ate. Había que esperar unas horas más, ya estábamos cerca.


I’ve just seen a face,
I can’t forget the time or place where we’ve just met


Cerca de las tres de la tarde, la fila se alborotó, había rumores de que ya íbamos a entrar, de modo que dejé mi lugar para ir a enterarme. Falsa alarma, sólo están moviendo las vallas. Yo volvía a mi lugar, no por la acera, sino por la berma central de la avenida. Cuando iba a cruzar la pista, cerca de una curva en S, me detuve ante una moto policial que se acercaba a gran velocidad. Detrás de ella apareció otra y retrocedí. Inmediatamente otra más. Intuí rápidamente que aquellas ‘liebres’ eran la vanguardia de una caravana y saqué el iPod para filmar, una moto más y detrás venía a toda velocidad el Porsche Cayenne que reconocí en el acto, traía el vidrio abajo; mi intuición ya era certeza, tenía que ser, ¡sí…, tenía que ser! Y era: allí estaba, ¡era él!, con la mano fuera haciendo el signo de paz y amor, el auto pasó veloz a unos tres metros de donde yo estaba de pie, solito, estupefacto, con el iPod en la mano sin atinar a nada más que a aguzar la vista en la ventana, y le vi, ¡le vi!, ¡le vi!


All your life
you’re been only waiting
for this moment to be free


Por fin el día y lugar largamente esperados, ya entramos; Carolina -mi hermana- tardó un poco pero fue fácil encontramos, entonces restaban tres horas para que comience el show, y pasaron volando. A las 9:30 salió el gran Paul McCartney, pantalones negros y saco celeste y el mítico bajo Hoffner. Suenan acordes de una canción que inicialmente nadie identifica porque es distinta a la del disco, hasta que la voz de Paul canta: “You say hi”, y el estadio retumba. Es “Hello, good  bye”, el público irrumpe en gritos. Buen inicio. A continuación, “Jet” calma un poco los ánimos con su cadencia setentera. Luego Paul deja el Hoffner, coge una guitarra y canta: “Close your eyes, and I’ll kiss you…” y el estadio retumba de nuevo: “All my loving” está tan fresca como siempre, súper rockera, preciosísima canción, impecable ejecución. Paul y su banda están en excelente forma. Por fin su saludo, en perfecto castellano: “¡Por fin estoy en Perú!”


Let it be

McCartney no es un front man en toda regla. Más bien parece un chico tímido que por momentos, entre canción y canción, no sabe qué decir. No es como Jagger, por ejemplo, repetía “muchas gracias” y “thank you” indistintamente, y cuando los aplausos y las loas le obligaban a decir algo, como que no le salía nada; sin embargo, cuando canta a la vez que ejecuta su instrumento –anoche ejecutó el bajo, piano de cola y piano vertical, tres tipos distintos guitarras eléctricas, guitarra acústica, ukulele y una guitarra pequeñita cuyo nombre ignoro- y canta, el tipo se transforma. Se le va la timidez, canta y ejecuta con vigor inusitado, lleno de energía, como un veinteañero frente a su única chance de ser famoso, así toca McCartney, con ímpetu, como si se le fuera la vida en la canción. Y su entusiasmo enciende a todo mundo, contagia hasta a las piedras. Pero se trata de un tipo que ha pisado miles de escenarios que, sin embargo, pareciera abrumarse con tanto aplauso de gente que le admira sin condiciones.

Una estrella de otra galaxia, alguien que lo ha logrado todo, que no tiene ya nada que probar, puede ser como quiera, pero Paul es tímido, el muchacho de siempre que nos lleva al éxtasis mientras dura una canción, porque cuando acaba, repite “muchas gracias” y de nuevo no sabe qué decir ante tanta ovación; entonces, hace la señal para el siguiente tema, y todo comienza otra vez.


Feel the quiet,
feel the thunder,
feel the sense of

childlike wonder!

Escuchar y ver a McCartney ha sido la mejor experiencia que he tenido en cuanto a conciertos. ¿Cuántas veces deseé verle? No lo sé. Pero ha valido la espera y lo que vi rebasó largamente lo que yo imaginaba. Nunca he visto un estadio retumbar como retumbó ese -momentos cumbres fueron “Ob-la-di, Ob-la-da”, “Band on the run”, “Mrs. Vandebilt”, “Let it be”, “Hey Jude” y “Live and let die”-; nunca había cantado mis canciones favoritas tan alto, nunca había gritado tan alto –y así y todo- sin oírme a mí mismo, nunca había tenido la garganta tan inflamada de tanto cantar (todavía no puedo hablar sin dolor). McCartney me ha deslumbrado, me ha desbordado. El sólo hecho de haberle visto en el auto que le llevaba justificaba los afanes de ir a ese concierto, pero verle, escucharle, cantar con él hasta perder la voz… es difícil de explicar; he sentido, como dice una de sus canciones, el asombro de un niño.


Oh yeah!
All right!
Are you gonna be in my dreams tonight?


No necesito decir nada más, ¿no?

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