martes, 5 de enero de 2010

Lectura: Travesuras de la niña mala

Yo siempre he sido admirador de la obra de Mario Vargas Llosa y creo que es el más grande escritor hispanoamericano vivo.  Su actuación política o su pensamiento liberal es harina de otro costal; el novelista es de lo mejor que hay.

He tenido en la mano durante toda la semana Travesuras de la niña mala, editada el 2006 y que es, hasta la fecha, la última novela publicada por Vargas Llosa.

La historia

Narra este libro las vicisitudes de amor entre Ricardo Somocurcio y la niña mala, a lo largo de casi 40 años.  La novela comienza en la década de 1950, en Miraflores, barrio limeño de gente acomodada, a la que un buen día arriban las chilenitas, dos niñas que en el curso de un verano alborotaron a la pacata muchachada miraflorina.  Ricardo se enamora "como un becerro" de Lily, una de las chilenitas que nunca termina por aceptarlo como enamorado, a pesar de sus ruegos durante todo ese verano, hasta que Lily se hizo humo.

El primer capítulo parece salido de otro libro.  El estilo de la narración difiere sustancialmente de el utilizado en el resto de la obra, es más alegre, desenvuelto, jovial, se ve claro que el autor se solaza, disfruta evocando los recuerdos de su adolescencia, transcurrida justamente en el barrio de Diego Ferré donde vive Ricardo, para pintar una de las descripciones más bellas de Miraflores.

La trama de la novela nos lleva luego a París, en los años sesenta, donde Ricardo se ha establecido y lleva  una vida mediocre y pausada como traductor de la Unesco.  La capital francesa es paso obligado para todos los sudamericanos que planean una revolución que salvaría a sus países en su ruta a Cuba, para recibir entrenamiento que luego aplicarían en sus patrias.  Así se produce el primer encuentro entre Ricardo y la niña mala.  Sigue un idilio, la separación, el reencuentro parisino y la segunda desaparición de la niña mala.

Luego nos vemos visitando la cosmopolita  Londres, donde junto a Ricardo somos testigos del nacimiento del movimiento hippie y el flower power.  Allí, en un suburbio de la metrópoli, nuestro héroe reconoce en una mexicana, esposa de un aristocrático amante de los caballos, a la camarada Arlette, y el idilio tiene un nuevo comienzo... y el mismo final abrupto.

Tras esta nueva separación (mejor dicho, desaparición) de la niña mala, Ricardo decide olvidarse de aquel amorío que a estas alturas ya tiene más de 20 años y dedicarse a la traducción de obras rusas para encontrar entretenimiento.  Pero la casualidad hace que la amistad con el Trujimán (excelente personaje éste, de lo mejor en la novela) lleva a nuestro protagonista a tener noticias de que la niña mala está en Tokio, al servicio de un traficante de Dios sabe qué, llamado Fukuda.  Corre la primera mitad de los años ochenta y asistimos al despertar tecnológico del Japón.  Esta vez no se trata de un encuentro casual, sino de la firme voluntad de Ricardo de mover cielo y tierra por llegar a Tokio y buscar a la niña mala, sólo para arrepentirse amargamente después.

De vuelta a París, nuevamente el trabajo duro es remedio para los males del alma de Ricardo, eso y la amistad de un simpático matrimonio de su edificio, cuyo hijo mudo tiene la llave para el reencuentro cuasi-definitivo de la niña mala y nuestro protagonista, ya todo un cincuentón.  Vienen meses de tranquilidad y convivencia feliz para Ricardo.  En estas circunstancias, un breve viaje de Ricardo a Lima, donde -casualidad de casualidades- encuentra a Arquímedes, constructor de rompeolas y protagonista de un capítulo que nos develará una sorpresa que a mí no terminó de convencerme.  Incluso pienso que es innecesario en la trama general del libro, aunque se ve clara la intención del autor de descubrirnos en él el origen de la personalidad de la niña mala; al final, creo que no lo ha logrado.  De vuelta a París, Ricardo tiene que enfrentar una nueva partida de la niña mala.

Esta nueva desaparición de la niña mala lleva a Ricardo a España, a vivir con una jovencita decoradora de teatros que me cayó súperbien, pero que se dio maña para decorar, además de escenarios, a nuestro sesentón Ricardo, justo antes de que reapareciera la niña mala, ya maltrecha, para la buscar -y conseguir, desde luego- la reconciliación definitiva... y el final.  Algo predecible, la verdad, pero que no pierde su encanto.

En suma, estamos ante una obra entretenida y bien escrita, que nos permite ser testigos de algunos de los cambios más importantes del mundo en el siglo XX, pero sobre todo es una historia de amor, que nos muestra que, sin importar las mil caras que presente, el amor hace que una persona se reconozca en otra cuando la encuentra.  A leerla.

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