lunes, 28 de diciembre de 2009

La Navidad ahora

Siempre he tenido sentimientos encontrados con respecto a la Navidad.  Recuerdo que de chico me gustaba mucho.  A pesar del calor que hace en Pucallpa, adornábamos el arbolito nevado y en el nacimiento todos los personajes llevaban túnicas y capas, más propios de climas fríos que del desierto de Judea.  En fin, me gustaba ese ambiente.  Los feriados largos se perdían en partidos de fútbol, películas en la televisión, los cohetecillos que hacíamos estallar y la Misa de Gallo, que era la única misa a la que mi padre asistía en todo el año por voluntad propia (no cuentan matrimonios, misas de difuntos o bautizos, a ellos iba por compromiso) y a la que nadie podía faltar así se cayera el mundo.  A las doce había que salir a desear feliz navidad a los vecinos, a abrazarse entre todos y a encender más cohetecillos y avellanas.  Mi padre tenía la costumbre de invitar a los vecinos a cenar, a los que se sumaban siempre la parentela, de modo que en la casa siempre había mucha gente.  Y, que yo recuerde, no había regalos.

Ahora no.  No me gusta la Navidad, es una fiesta sin sentido, vacía, sosa; es un pretexto para perder el tiempo, es una excusa ideal para gastar todo el dinero que pudieras ahorrar y, sobre todo, no es la fiesta tradicional que yo recuerdo.

Por supuesto, a Valentina sí que la ilusiona la Navidad, e ilusionará por igual a su hermanito cuando sea algo mayor (y me cambia el humor cuando pienso en ellos), pero eso no cambia mi parecer.

¿Mi estado de ánimo me hace decir esto? Puede ser.  El 24 no fue muy tranquilo.  Todo el mundo en la casa estaba ocupado con algo, no hubo tiempo de ver una película, ni de salir a dar un paseo, nadie se acordó de la Misa de Gallo, el asunto de tener envueltos los regalos era más importante que el propio regalo, al final, llegamos a la medianoche bien cansados.

¿Será pasajero?  Ojalá que sí.  Nada hay tan terrible como perder la ilusión, aunque sea por Navidad.

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