La gente habla de un modo bien simpático, alargando un poco la sílaba del acento de cada palabra, y todos son muy amigables, dados a la charla y al chisme y siempre prestos a ayudar al visitante, fácilmente identificable, además, porque acá todos se conocen entre sí. Una cosa más, todos saludan, en el restaurante, en casas y en la calle, todos saludan al que pasa; ya saludé a medio Paiján.
El sol es inclemente aquí. Las casitas y negocios tienen los más un piso; dos pisos tienen el municipio, una cooperativa y los hospedajes. No hay voladizos que den sombras ni árboles en las delgadas calles, delgadas de veras porque dos autos tienen dificultades al cruzarse en ellas, de modo que todas son de un solo sentido, y por ellas circulan motos, mototaxis, bicicletas, y gentes a caballo o a lomo de burro; también los peatones van por la pista porque las aceras son estrechísimas: dos personas no pueden caminar juntas por las veredas con comodidad.
Almorcé un filete de toyo, demasiado salado para mi gusto. Atiende este restaurante una señora tan anciana como lora; dos policías que beben una cerveza -¿no está prohibido eso?- piden fiada una más. Y la señora les contesta: ¿Acaso el cervecero es mi amante para que me dé gratis?. A continuación les echa diciendo: ya salgan, me voy a fornicar.
Todos conducen lentamente en Paiján. De veras, muy lento, como si las motos fueran bicicletas; y todos ceden el paso a aquel que va a pie. Los únicos bestias son unos tipos que se mueven en una camioneta, esos animales aceleran sin piedad y tienen a todos en zozobra porque meten el carro nomás, total, peatón o moto que no se detiene a su paso sale volando. La gente les ve y les odia: esos vienen de Lima.
Hacia las tres de la tarde el sol por fin se compadece de Paiján y empieza a caer. Me gusta tanto este lugar que me arrepiento de no cargar una cámara de fotos; intenté alquilar una para hacer alguna tomas y llevarme los archivos en mi memoria USB, pero no se pudo: todas las cámaras que encontré usan rollos de películas. Como dije hace un rato, el tiempo aquí transcurre con pausa. Y es mejor así, de veras se siente bien, y entre gentes tan simpáticas más todavía, incluso con el sol que pesa como el plomo –lo que me recuerda al sol de Pucallpa- y que me ha obligado a tomar en todo el día 9 botellas de agua y tres cafés. Bueno, cuatro cafés porque luego de escribir esto –y antes de volver a Trujillo- voy a beber otro.
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